La magia de tener fe

En el siglo I, un grupo de hombres y mujeres vagaban por las extensas llanuras del desierto. Bajo los ardientes rayos del sol, fueron cayendo uno a uno, cara a tierra. Cuando solo quedó uno, vio que estaba solo y temió que su hora estuviera cerca. Entonces, hizo algo que parece casi un acto de magia: se arrodilló en el ardiente suelo de arena del desierto, unió ambas manos y cerró sus ojos. Hoy en día le llaman orar. Ese hombre oró en medio de la adversidad, del miedo y del dolor. Pensó realmente que moriría, pero igual oró. También pensó que no se le concedería, pero igual oró. Cualquiera que fuere otro motivo, igual oró. Y ocurrió un milagro, un oasis se presentó frente a este hombre y sobre este oasis se construyó Ciudad Esperanza.

Esta es la historia de Pepito, un jovencito de Ciudad Esperanza. Pepito es bastante conocido por los habitantes de esta excéntrica ciudad, que gozan de vidas extraordinarias y virtudes sobrenaturales. No hay habitante de Ciudad Esperanza que le diga a un monte "Quítate y arrójate al mar" y que no le sea hecho. Bueno, sí que lo hay: Pepito.

Muchos pensarían que al no tener una cualidad especial, Pepito es un joven triste. La realidad es totalmente diferente. Cada mañana, muy temprano, la alarma de Pepito suena. Él se levanta prontamente y se pone en marcha. Claro que la vida de Pepito no es tan sencilla, apenas cruza la puerta de su casa pareciera que el mundo entero busca destruirlo. Lo han atropellado, envenenado y, una vez, hasta le cayó un meteorito en la cabeza. Muchos se preocupan por Pepito y le dicen que es mejor que no siga viviendo, que su vida es un castigo. Los habitantes se preguntan constantemente: ¿quién querría vivir así? Pero nada de esto detenía a Pepito.

Un día ciertamente que sí lo hizo. Ese día, como era habitual, desayunó una fruta que lo envenenó, luego cayó por un risco, peleó con una fiera y en la tarde un rayo le cayó encima. Ese día Pepito se dio cuenta de que estaba cansado. Parecía que su virtud era atraer todo lo malo que existía. Pepito realmente quería ser como los demás, los veía mover montañas, hacer florecer sembradíos enteros y pasear las aguas del mar de aquí a allá. Pepito no podía hacer nada de esto, solo podía traer desgracias a su vida.

Con el pelo chamuscado por el rayo, Pepito se puso en marcha hacia un risco. Ya no quería seguir viviendo. Los hombres y mujeres de Ciudad Esperanza tenían razón, nadie puede vivir así. La brisa del mar golpeaba las mejillas de Pepito, el abismo estaba a un paso de distancia. Tenía miedo y cuando se dispuso a dar ese paso que pondría fin a su sufrimiento, una voz lo sorprendió. Pepito sobresaltado giró sobre sus talones y se encontró con un hombre que tenía largos cabellos, un bastón de madera y una bata blanca que, de haber sido de noche, habría iluminado todo el lugar.

Pepito le gritó: "¡Voy a saltar! No hagas nada para detenerme". El hombre no dijo palabra alguna, solo extendió su mano y le sonrió. Pepito se mostró reacio en un principio. El hombre de túnica blanca le preguntó por qué quería acabar con su vida. Pepito le respondió que no tenía virtudes sobrenaturales como todos los habitantes de Ciudad Esperanza, y que todos los días le pasaban una infinidad de atrocidades. El hombre asintió y le respondió: "¿Qué te hace creer que no gozas ya de esas virtudes? Si tan solo tuvieras fe, no más grande que un granito de mostaza, tendrías el poder de decirle a un árbol: 'Arráncate y plántate en el mar', y el árbol obedecerá".

La verdad es que Pepito jamás había creído en la historia de Ciudad Esperanza. Pensaba que era un mito, una mentira que los padres contaban a sus hijos para que se portaran bien y que orasen a ese Dios que Pepito siempre había sentido tan lejano.

Pepito le dijo al hombre que mentía y este le dijo: "Para que algo suceda debes creer que sucederá, sino ¿para qué lo pides de todas formas?". Pepito reflexionó su respuesta: "Entonces, ¿cómo debería iniciar?". El hombre con bastón sonrió: "En un principio, intenta con algo fácil, ¿qué te parece hacer crecer una flor justo aquí?". Pepito miró el suelo bajo sus pies, que estaba seco, lleno de rocas y soltó una carcajada. Definitivamente, el hombre de largos cabellos se estaba burlando de él y de su falta de virtudes sobrenaturales.

Quizás fue rebeldía o quizás sí quería intentarlo. Quería probar lo que se siente tener fe. Entonces, Pepito se arrodilló, unió sus manos y cerró sus ojos. Por unos instantes se arropó en la oscuridad de su mente y fue ahí cuando pidió: "Señor, yo no sé si tú existes. Pero vengo aquí a pedirte que me concedas el regalo de ver una flor crecer de este suelo que está tan seco y árido como mi fe". Y entonces Pepito creyó, abrió sus ojos, se levantó y se fue. Ni siquiera se detuvo a observar si la flor estaba ahí, que sí estaba, pero ya no necesitaba comprobarlo.

Rose Vasquez