“Ya no doy más” – Fueron mis palabras a mi guía al escalar por primera vez el Volcán Ilamatepec de El Salvador, cuando me hicieron saber que, en efecto, faltaba ya poco para llegar a la cima. En ese momento la sensación de cansancio era extrema. Pocos minutos después alcancé a vislumbrar lo más alto del volcán, faltaba todavía un buen trecho que requirió un gran esfuerzo y que fue compensado al instante por una tremenda descarga de adrenalina: La vista era preciosa, el clima delicioso, y la sensación de estar cerca de la cumbre era, a su vez, indescriptible.
De repente, frente a mí, lo empinado se volvió llano y podía caminar, incluso correr en un terreno rocoso con vista al cráter del volcán. “Subiré a la montaña a ofrecerte adoración” fueron algunos de los pensamientos que cruzaron mi mente, recordando un canto de la comunidad católica a la que asistía en aquel entonces, a quienes recuerdo con cariño.
Desde tiempos remotos, la montaña ha representado ese lugar de encuentro con Dios cara a cara. Desde Moisés hasta el profeta Elías en el Horeb (también conocido como Monte Sinaí) y luego Jesús mismo en el monte Tabor, podemos leer en las Escrituras cómo en la montaña Dios hablaba a sus profetas de forma especial: de una forma más clara, a través de experiencias sumamente profundas.
Jesús mismo, nos comentan los evangelios, se retiraba constantemente a estar a solas con Dios Padre para orar por la noche; casi siempre antes de tomar decisiones o a las puertas de eventos importantes y trascendentales en su ministerio.
Como puedes darte cuenta, además de tratar sobre montañismo, este texto que lees trata también sobre la oración. ¿Pero qué es la oración? ¿Es algo reservado para monjas, sacerdotes y gente con apariencia de bien? ¿Es algo que hacen sólo los místicos experimentados? No, en definitiva no. Citando a Santa Teresa de Ávila, “Orar es hablar de amor con quien sabemos que nos ama” y esto es algo que está al alcance de todos. Ahora bien, fácilmente se puede comparar la oración con el hecho de subir una montaña debido a las facetas y a la sensación de estar en la cima; hay distintas etapas, distintos momentos, distintas mociones y pensamientos que transcurren en el recorrido a la meta que es, al final, una sola: buscar el Rostro de Dios. Contemplar a Jesús. Llegar a la cima.
Una vez en la cumbre, la sensación que te envuelve es la de querer quedarte ahí bastante tiempo y simplemente sentir que estás vivo y respirando aire puro, contemplando una vista fuera de serie. El cansancio, el sacrificio, el esfuerzo por alcanzar la cumbre queda en el olvido: “Realmente ha valido la pena” “¡Esto es lo máximo!” “Siento que toco el cielo” “¡Es increíble!” Son pensamientos con los que cualquiera que haya subido una montaña se podría sentir identificado.
El sonido del viento, el calor del sol, la frescura de la brisa, y la sensación de que Dios está ahí presente mirándote cara a cara, sin decir palabra alguna. Simplemente estando ahí. Te das cuenta de tu pequeñez frente a la inmensidad de la creación, pero sobre todo: frente a la inmensidad del amor de Dios que envuelve a todo aquel que le abre las puertas del corazón.
“¿Que no sabes orar? —Ponte en la presencia de Dios, y en cuanto comiences a decir: "Señor, ¡que no sé hacer oración!", está seguro de que has empezado a hacerla. Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" —¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias…, ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!" - San Josemaría Escrivá
Probablemente no todos habrán tenido la experiencia de subir un cerro, pero déjame contarte sobre la montaña que nos es accesible a TODOS sin excepción: el Amor infinito de Dios. ¿Qué te afana? ¿Qué roba tu paz? ¿Qué no sabes que Cristo y Nuestra Señora están contigo? ¿A qué le temes? Hacer oración es un ejercicio que implica silencio, no es un monólogo, tampoco es repetición vana de palabras, la oración es realmente un diálogo en el cual Dios, el Amor, llama a la puerta de cada uno de nosotros para que estemos con él y como dice la Escritura, compartir con Él el pan.
“Mira, yo estoy llamando a la puerta; si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos.” Apocalipsis 3, 20
Por otro lado, el orar implica abrir el corazón a Jesús. Él conoce hasta lo más recóndito, lo más íntimo que hay en ti y que tú mismo desconoces o pasas desapercibido. Dios está en los detalles y pone atención a todo lo que sucede dentro y fuera de ti.
“Antes de darte la vida, ya te había yo escogido; antes de que nacieras, ya te había yo apartado; te había destinado a ser profeta de las naciones.” Jeremías 1, 5
Recordemos, también, que Jesús es Persona, no es una energía, no es un concepto abstracto o un menú de leyes que se te imponen porque sí. Es alguien que quiere tratar contigo.
Finalmente quisiera concluir citando al Beato Carlo Acutis quien dijo: “La Eucaristía es mi autopista al Cielo”. Y es que todo lo antes mencionado se puede sintetizar en la misa, en el sacrificio del altar: la cumbre por excelencia. No es necesario realizar grandes proezas ni cosas raras o extraordinarias, Jesús está presente en ese trozo de pan. Recíbelo, búscalo, sal a su encuentro… Dios quiere, como en la cima de la montaña, encontrarse contigo cara a cara.
Que Dios te bendiga.
Javier Zaldívar